Conversión como simulación

Jorge Luis Borges retoma un cuento de Emanuel Swedenborg (1688-1772) relacionado con el teólogo alemán Philipp Melanchthon (1497-1560). La narración ubica a Melanchthon después de muerto, sometido en el cielo a una seguidilla de apariencias engañosas, realidades invertidas, ilusiones desalentadoras y objetos equívocos. Todo esto como un castigo divino por su temeraria opinión –férreamente sostenida– de que la caridad no hace falta para ganar el cielo, y que basta y sobra con la fe.

Quebrada su resistencia (no así su convicción), se dedica a redactar unas páginas de elogio a la caridad. Inesperadamente, todo lo que escribe en un día se desvanece de la página al día siguiente. Borges comenta: “Eso le aconteció porque las componía sin convicción”. Melanchthon termina en el infierno, al servicio de los demonios.

Esta inquietante metáfora tiene que ver con la simulación, conducta que en términos terrenales no exhibe todo el tiempo su verdadero rostro. De hecho, para ser tal, no puede quedar a la vista. Con el propósito de no ser categóricos y seguramente injustos, la simulación puede llegar a ser una eficiente estrategia de sobrevivencia, particularmente en tiempos de intolerancia religiosa e ideológica. Según cuenta la historia, es lo que ocurrió durante el período en que los cristianos españoles logran recuperar los territorios ocupados por los árabes. A comienzos del siglo XVI, los reyes católicos ofrecieron a judíos y musulmanes la conversión al Cristianismo, aceptación que implicaba el bautizo forzado. A los judíos conversos se los apodaba ‘marranos’ y a los musulmanes, ‘moriscos’.

Las alternativas a la conversión eran la muerte o el exilio. Así, un número indeterminado de personas (no los cristianos, se entiende) hizo como que creía lo que no creía. Sólo que para todos –amenazadores y amenazados– estaba claro que se trataba de simulación. De modo que esos años nefastos y humillantes fueron una exhibición pública y masiva de actuación.

Unos cuatrocientos años antes, hacia finales del siglo XI –en 1094, para ser exactos– y a muchos kilómetros de la península ibérica, el poeta persa Omar Khayyam emprendía una peregrinación a La Meca para desalentar los cargos de herejía que hacían en su contra los fundamentalistas musulmanes en la euforia de su éxito militar y político. Las acusaciones eran acertadas. Khayyam no podía sentirse más alejado de los fanáticos en boga. No creía en la astrología, rechazaba por farsantes e impostores a los profetas, manifestaba aprecio inocultable por los griegos, y prefería la astronomía a la lectura del Corán. El poeta hizo uso de una práctica que ya por entonces estaba bastante expandida: taqiyya. Consiste en simular una fe que no se tiene, si eso ayuda a mantenerse con vida en situaciones riesgosas y amenazantes. Esa práctica admite, incluso, el aborrecer en público lo que sinceramente se cree en el fuero interno.

Uno puede imaginar la humillación que el disimulo pudo provocar en Khayyam, un hombre tan dado a la duda, al racionalismo, tan próximo a ser agnóstico. Testimonios de la época aseguran que se volvió malhumorado y perdió la chispa que encendía su corazón. No quiso volver a enseñar. Eligió su propio exilio, regresó a su ciudad natal, Nishapur, y se ocultó de la vida pública. No es temeraria la hipótesis de que sus célebres poemas manifiestan el profundo escepticismo que terminó por experimentar respecto de todos los afanes humanos que no fueran un vaso de vino, la compañía de los amigos, la ternura de las amadas.

Con la excepción de algunas zonas del Planeta, donde la intolerancia sigue haciendo de las suyas, nuestros tiempos ya no requieren de la simulación en materia ideológica o religiosa. Todavía más, se hace gala de decir lo que efectivamente se piensa, sin temor a represalias, en nombre de la libertad de expresión. Aún más, se expande la práctica de hacerse pasar por lo que no se es, deliberada y no forzadamente, como una astucia para engañar. La retórica puede pasar por profundidad. En estos casos, y puesto que no arriesgan sus vidas, los simuladores no experimentan el dolor moral de ocultar lo que verdaderamente creen y sacrifican la sinceridad en aras de otros intereses: la fama, el prestigio, el rating. Como los espantapájaros, parecen cuidadores reales pero no lo son. Lo que importa es que los cuervos se traguen el engaño.

Los reyes católicos españoles sabían que la conversión de judíos y árabes era un engaño, lo cual también sabían los propios conversos. Por eso, terminó por imponerse la persecución. La pena de muerte volvió inútil la práctica de la simulación religiosa.


[Publicado originalmente en la revista La Panera]