PERIÓDICAMENTE una palabra es echada a rodar y se vuelve recurrente. Un intelectual oportunista, un escritor circense, un medio sensacionalista –da lo mismo quien– inventa la expresión y, de pronto, está circulando en muchos circuitos. El pasado reciente muestra ejemplos para todos los gustos: paradigma, cambio de paradigma, emprendimiento, innovación, millennials. La beatificación de ‘post-verdad’ ocurrió en 2016: el diccionario Oxford calificó la expresión como la palabra del año. ¿Habrán recurrido a una medición medianamente confiable? Se trata de una comezón provinciana. Sería una exageración rotunda creer que todo el mundo, y en cada rincón del planeta, todas y todos han adoptado la palabra. Por cierto, se trata de mareas que van y vienen. En un par de años, o algo así, la postverdad vivirá su agonía y será reemplazada por otro artefacto de igual desnutrición neuronal, destinado al consumo de quienes necesitan renovar su vocabulario como signo de actualidad y de estar a la moda. La post-verdad, como otras palabras antes, tienen algo en común: no han sido pensadas. Más bien, son garabateadas.
¿Qué significa post-verdad? Pues, lo que está después de la verdad. Según una variedad de articulistas que ponen la música para el baile, sería sinónimo de mentira. En lo reciente, pues, la mentira ha reemplazado a la verdad. Esto supone muchas cosas, pero la más escandalosa de todas es que si ahora está reinando la mentira, hasta hace un poco tiempo tendría que haber reinado la verdad. ¿Dónde y durante cuánto tiempo habría ocurrido semejante prodigio? Los articulistas de marras dan ejemplos políticos, una dimensión en la que la verdad siempre se ha manifestado ausente. Pero no sólo ahora, sino desde tiempos inmemoriales. Cuando Julio César es acuchillado por el mismísimo Bruto, el emperador exclama: “¿Tú también, Bruto?”. La sorpresa de Julio César es haber creído que las expresiones de lealtad de su amigo eran auténticas, verdaderas. Las infinitas intrigas de palacio en la Europa medieval y moderna son la manifestación de la mentira disfrazada de verdad, un truco archisabido en todas las cortes de todos los imperios. Los leales de hoy son los traidores de mañana.
Estados Unidos invadió Iraq en 2003. La justificación para la acción militar se basó en el informe de una comisión que visitó los emplazamientos militares iraquíes y habría hallado evidencia de armas de destrucción masiva. Los antecedentes posteriores a la invasión dan cuenta de que la administración Bush mintió a los ciudadanos estadounidenses, algo increíble dado que estábamos, supuestamente, en la era de la verdad. En un colofón digno de teatro mediocre, Bush dijo que Dios le había aconsejado la invasión. El sociólogo Manuel Castells ha descrito con agudeza las maniobras comunicacionales y las presiones que el Gobierno de la época ejerció sobre las fuentes de información para inventar una versión falaz de lo acontecido.
¿Y cuándo habría comenzado la era de la verdad, la era de la que la post-verdad es continuación? No se sabe. No hace falta determinarlo porque las expresiones que se ponen de moda no viven de evidencias, sino que pululan en la superficialidad de lo frívolo. ¿Habrá empezado –la era de la verdad– a comienzos del siglo veinte, por ejemplo? Si así fuera, basta una canción para ridiculizar esa hipótesis. Carlos Gardel cantaba ese verso célebre del tango «Yira, yira»: “Verás que todo es mentira…”. En honor a la verdad (¿tendrá sentido decir algo así?), ese tango tendría que convertirse en el himno de la post-verdad, lo cual convertiría a Enrique Santos Discé- polo (su autor) en un visionario, un adelantado, un profeta epistemológico.
La post-verdad, según los autores frívolos que parasitan ahora de los desfiles de moda de las pasarelas lingüísticas, consiste en convertir las verdades en mentiras o, mejor, en hacer que las mentiras parezcan verdades. Sólo que si eso caracteriza la era de la post-verdad, entonces nunca hemos estado en ninguna era de la verdad, y todo ha sido post-verdad desde siempre. Lo sabía sobradamente el agudo Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), autor de «El Gatopardo» (que se publicó una año después de la muerte del escritor), una novela referencial que cuenta cómo hay que cambiarlo todo para que todo siga exactamente igual. Di Lampedusa sabía que se trataba de un verdadero axioma de la política y de los negocios, basado en la constatación de que los seres humanos se mueven más por las apariencias que por las realidades, verdad del porte de una catedral formulada reiteradamente al menos desde Diógenes el cínico y que Nicolás Maquiavelo (1469-1527) sintetizó con «El Príncipe» (1513).
El concepto de post-verdad es un ejemplo nítido de lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) identificó como filosofía rápida o chatarra: fácil de producir, fácil de consumir.
[Publicado originalmente en la revista La Panera]