Despúes de Albert Einstein (1879-1955), el físico alemán de origen judío, sólo Stephen Hawking (1942-2018) logró ir más allá de los gruesos ventanales que separan los ámbitos académicos y los pasillos de la ciencia, hasta alcanzar la imaginación colectiva. Seguramente, un profundo y sincero sentimiento de compasión hizo vibrar a muchísima gente en todos los rincones del planeta. No había modo de iniciar un acercamiento a una figura tan brillante y soslayar el hecho brutal de su condición física, la apariencia de un cuerpo tan desmedrado. Tal vez por eso mismo, al verlo en secuencias de televisión, las personas experimentaban la paradoja de lamentar su perversa enfermedad y, al mismo tiempo, enterarse que de esa anatomía tan deforme y carencial surgía una inteligencia sobresaliente, alguien que no deseaba menos que enfrentarse sin rodeos a los más profundos misterios del universo físico.
Como cabe suponerlo sin ánimo de superioridad o de subestimación, así como en el caso de Albert Einstein, la abrumadora mayoría de sus admiradores no expertos no estuvo –ni está- en condiciones de avanzar siquiera un par de pasos en las honduras especulativas por las que deambuló.
Quienes reconocen masivamente en Hawking a una figura muy por encima del promedio de los mortales, no están –ni estarán, con alta probabilidad– en condiciones de enhebrar un par de palabras para transmitir las ideas que este científico elaboró y los debates en los que se enfrentó a sus colegas. Lo mismo que ocurrió con Einstein: ¿cuántos no expertos podrían discurrir algunos razonamientos básicos para comunicar los conceptos centrales de la teoría especial de la relatividad? Probablemente, lo que se manifiesta aquí es la condición paradojal de la ciencia en la mente de las personas no científicas, una mezcla de imposibilidad de hacerse cargo de las ideas mismas, y de fascinación por los conocimientos que se generan en esta extraña actividad y que -vaya ironía- tienen profundas consecuencias en la vida cotidiana de cada quien.
Resulta conveniente, por tanto, enfrentar el hecho básico: Stephen Hawking fue un científico. Si su limitadísima condición física lo enfrentó a obstáculos indecibles, hay que decir que tampoco esa condición fue capaz de impedir el fuego que latía en su corazón: explicar el universo. En eso, y aunque lo haya hecho con expresiones de genialidad, su actitud no era diferente a la de otros colegas suyos, en su especialidad y en muchas otras especialidades. En «Hacia el Infinito» (2015), un libro que debió ser dificilísimo de escribir, Jane Hawking, su primera esposa, abordó su vida con el científico británico sorteando las tentaciones de la conmiseración y la descalificación. En medio de una autobiografía por momentos muy penosa, ella logra transmitir cuestiones sustantivas sobre su compañero y sus pares de estudio, en particular aquellas relativas a su vocación científica: “Se decía que eran los aventureros intelectuales de nuestra generación, consagrados en cuerpo y alma al rechazo crítico de todo lugar común, a la burla de los comentarios manidos o tópicos, a la afirmación de la propia independencia de criterio y a la exploración de los confines de la mente… Por supuesto, eran muy distintos de mis amigos, y yo, una joven de dieciocho años, lista pero corriente, me sentía intimidada. Ninguno de ellos pasaría jamás una tarde bailando danzas folclóricas”. Se ha advertido con alguna frecuencia acerca de esta entrega intelectual sin contemplaciones, tan común entre los hombres de ciencia. Cómo no, se han hecho las comparaciones con otras vocaciones del pasado: los ascetas, los que se retiran del mundo para correr tras enigmas indescifrables, los que renuncian a la vida cotidiana para comprender la voluntad divina, los peregrinos, los mendicantes, los ícaros de todas las épocas, los pensadores vagabundos, los nómades insobornables, los músicos, poetas y pintores de todas las layas.
Sorpresa tras sorpresa nos asaltan cuando se avanza un poco más en desentrañar estas personalidades que no saben negociar con la realidad, ni están disponibles para ceder siquiera un milímetro de sus territorios a salvo de cualquier invasión externa. ¿Qué decir de las líneas con las que Hawking, acompañado de Leonard Mlodinov, inicia el primer capítulo de su libro «El Gran Diseño» (2010)? Ese capítulo de entrada tiene el amenazante título de «El misterio del ser». En el segundo párrafo, sin la menor ambigüedad y sin aviso previo, sostienen que la filosofía ha muerto, básicamente porque, en un caso clásico de asilamiento, no ha estado al tanto de los desarrollos actuales de la ciencia; lo cual se aplica, en particular, para los avances de la física. Dicen: “Los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda del conocimiento”.
Algo así había sido dicho en décadas pasadas. Pero no de un modo tan desafiante. Los filósofos profesionales harían bien si, además de saludar como todos al genio encerrado en una silla metálica y ayudado por ingenios tecnológicos generados por el conocimiento científico, se dan el tiempo para responder a semejante cuestionamiento. Eso sería el modo decente de honrarlo.
[Publicado originalmente en la revista La Panera]