Nada se parece más a un muerto que otro muerto. Perogrullo habría tenido esta afirmación entre sus favoritas. Los muertos podrán eventualmente ser diferenciados por la enfermedad que los condujo a su última condición, o por los costos de las exequias de unos y otros, o por el grado de recuerdo u olvido que dejan detrás de ellos. Pero, vueltas más o vueltas menos, y como decía el poeta español Jorge Manrique respecto de la muerte, “allegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos”.
Pero esta lógica, tan lógica, sufre sorprendentes giros y es sometida a la más curiosa de las inversiones merced a esotéricos procedimientos de ilusionismo y prestidigitación en el mundo de la política internacional. Sólo así puede entenderse el disímil tratamiento a que son sometidos unos muertos y otros. Debe aclararse, ante todo, que se trata de grandes números, de cantidades que sobrepasan cualquier aritmética habitual, un orden superior de magnitud. En este ámbito, las cifras se elevan a millones. Millones los del Holocausto, millones los del archipiélago Gulag en la Unión Soviética, millones los de los gobiernos revolucionarios del sudeste asiático, millones los palestinos, millones los de Uganda, Ruanda y Zambia, etc., para hablar sólo del siglo veinte. El hecho es que mientras algunos genocidios son permanentemente recordados y mantenidos en la memoria actual –lo cual es loable-, otras matanzas igual o aún más espantosas yacen en el más profundo de los olvidos.
Es el caso de las víctimas de la era de c. No tiene sentido entrar en la disputa de las cifras exactas. Números más, números menos, se trata de millones de personas que desaparecieron tragados por un meticuloso sistema de trabajos forzados, de persecución, encierro y ejecución, de limpiezas étnicas, de arremetidas fóbicas contra homosexuales, intelectuales, campesinos, adherentes religiosos. Martin Amis intenta llegar a una cifra confiable de las víctimas. No lo logra. ¿Quién podría? Y en nada ayuda que esta gestión de demolición humana se organizara lejos de la observación habitual, en territorios distantes e inhóspitos.
Como se sabe, no se edifican cárceles, manicomios y hospitales en los centros cívicos de las ciudades.
La espiral de este desquicio llegó a tal grado que infectó incluso a los propios administradores; en la cúspide de la administración todos sospechaban de todos, y los jerarcas que lograban mantenerse por algún tiempo en el poder no dejaban pasar la ocasión de organizar fusilamientos para los que habían sido sus más cercanos colaboradores. El novelista suizo Friedrich Dürrenmatt describe esa paranoia en «La Caída», un cuento simplemente delirante. Así como la fatal Agripina que se embaraza, da a la luz, cría y da forma a su hijo Nerón, el monstruo que terminará por aniquilarla a ella misma, la revolución bolchevique hizo nacer a sus propios victimarios.
Cuál es la razón de que se halla tejido un manto de olvido sobre el sacrificio de tanta gente? Seguramente, una variable a considerar es el perfil ideológico de ese genocidio; todo ello ocurrió, geográficamente, en la ahora desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y en el nombre de Marx. Las genuflexiones de entonces ofrecidas por las izquierdas del mundo sólo pueden compararse con la súbita, escandalosa y polifacética mimetización que terminaron por exhibir. Así, recordar el horror de la era de Stalin constituyó una salida de mal gusto, un despropósito que no comprendía las necesidades históricas. De este modo, millones de personas sacrificadas al ideal de la sociedad sin clases constituyen una cantidad ínfima en la aritmética política de los renovados posteriores a la caída del muro de Berlín. Sólo algún atisbo menor de consistencia genera la necesidad del silencio. Más vale callar. Es el tiempo de las vendas y las mordazas.
A este respecto, Albert Camus llamó la atención sobre algo crucial. En tiempos más distantes, los guerreros hacían gala de sus conquistas y se sentían orgullosos de exhibir a sus víctimas a la vista de todos. Sabían que después de las batallas los esperaban multitudes exaltadas por el tenor de sus hazañas y recibirían las bendiciones correspondientes, las del poder y las del cielo. Pero en el siglo XX, los victimarios acuden a la ideología para explicar y justificar sus matanzas y genocidios. Antes que exhibir a sus víctimas, despliegan sus energías en ocultarlas, como si un acusador sentimiento de culpa amenazara desde el magma de sus mentes y un invisible tribunal juzgara desde un escenario social desconfiado.
Así, pues, parece que hay muchísimos muertos que más vale olvidar. Así como hay muchísimos muertos que hay que recordar todo el tiempo. Como si unos muertos fueran más importantes que otros, como si un millón no fuera lo mismo que un millón. Si Perogrullo se apareciera y proclamara la equivalencia de todos los muertos por su condición de tales, sería acusado de provocador y sumado a la larga lista de los sacrificados que no tienen la menor importancia.
[Publicado originalmente en la revista La Panera]