Dos hombres divididos

A fines del año pasado (el 28 de diciembre, para ser exactos), a los 79 años, falleció el escritor israelita Amos Oz. Había nacido en Jerusalén en 1939. Su vida estuvo profundamente marcada por las vicisitudes históricas del Estado de Israel. Al contrario de lo que pudiera suponerse, desarrolló una postura independiente, alejada de todo extremismo. Oz sostuvo que, a diferencia de las incontables películas sobre el estereotipado Oeste estadounidense, no había modo de contar con evidencias palmarias en el conflicto entre la Autoridad Israelí y la Autoridad Palestina. En esas películas siempre resulta claro quiénes son los buenos y quiénes son los malos, y la elección cae por su propio peso. ¿Quién querría ponerse del lado de los malos?

En el ensayo que abre su libro «Contra el Fanatismo», y que data de 2002, Oz afirma: “El conflicto palestino-israelí no es una película del salvaje Oeste, no es una lucha entre el bien y el mal; más bien es una tragedia en el sentido más antiguo y estricto del término: un choque de derechos, un choque entre una reivindicación poderosa, profunda y convincente y otra reivindicación muy diferente pero no menos convincente, no por ello menos poderosa y no menos humana”.

En el segundo ensayo del libro aludido, y en un rapto de lucidez e ironía, Oz asegura que “ni guerra religiosa, ni guerra de culturas, ni desacuerdo entre dos tradiciones, sino sencillamente una verdadera disputa inmobiliaria sobre de quién es la casa. Y yo creo que puede resolverse”. Puede decirse que Oz fue capaz de empatizar con los palestinos. Con todo, nada de ello le quitó un ápice de amor y lealtad a la tierra que lo vio nacer. Por supuesto, semejante disposición para eludir las categorías excluyentes le acarreó la molestia de algunos de los suyos, el despliegue de esa secuencia archi repetida de las descalificaciones fáciles: traidor, desleal, vendido, anti-patria.

Más de medio siglo antes, Albert Camus (1913-1960) experimentó dilemas de la misma naturaleza. Nacido en Argelia –por entonces, colonia francesa– era al mismo tiempo ciudadano francés. Cuando estalló la lucha por la independencia argelina en 1954 y desatadas las pasiones, las opciones terminaron siendo sólo dos: apoyar la presencia del ejército francés en Argelia o sumarse al Frente Nacional de Liberación. A poco andar, la guerra trajo los atentados terroristas contra las fuerzas de ocupación y la reacción de éstas en términos de represión sistemática contra la población. En lo concreto y a la larga, los bandos mismos acabaron con el corazón dividido. Así, Camus concluyó que no se trataba de buenos y de malos, un asunto –por decirlo así– de etiquetas. Como hiciera Oz, más de medio siglo después, Camus pensó que no se trataba de izquierdas o derechas. Así como Oz luchó por la paz, Camus centró sus esfuerzos en el logro de una tregua a la que, por cierto, las partes no estuvieron dispuestas a someterse. Se trataba de un callejón sin salida: “¿Cómo condenar los excesos de la opresión si se ignoran o se callan los desbordamientos de la rebelión? Y al contrario: ¿cómo indignarse por las matanzas de prisioneros franceses si se acepta que árabes sean fusilados sin derecho a juicio?… Para esta lógica no existe otro término que una interminable destrucción”.

A Oz y a Camus los hermana el rechazo del fanatismo. Los fanáticos, como se sabe, son aquellos para quienes los problemas del mundo se acaban cuando todos piensan exactamente igual a ellos. En suma, abogan por la desaparición de las diferencias, de la diversidad, de los matices, no menos que por la divinización de los fines perseguidos, con el correspondiente vaciamiento moral de los medios a los que se recurre para lograr esos fines. De hecho, el fanático está convencido que los medios deben ser juzgados en función de los fines. Puestas así las cosas, la condición criminal de un medio, un recurso o un instrumento, podría quedar disculpada o excusada por la supuesta bondad de los fines perseguidos. Por ejemplo, la tortura: Camus alega que la tortura es inmoral en sí misma y no la disculpa ninguna finalidad. Según él, su uso sistemático le quita el piso al valor atribuido a los objetivos en nombre de los cuales se la practica. La misma consideración alienta en la afirmación de Oz, según la cual tanto la nación palestina como la nación israelí han tomado decisiones estúpidas mutuamente. Para ambos, ninguna estupidez deja de serlo porque haya futuros sublimes en juego.

La condición fanática implica una tarea esencial de pensamiento crítico para los intelectuales y los escritores. Dice Oz en una entrevista de 2012: “No creo en un choque entre Oriente y Occidente ni entre el Islam y el Occidente seglar. Creo que el síndrome del siglo XXI es el choque entre los fanáticos de todos los colores y el resto de nosotros”. Por su parte, Camus argumentaba que “cuando la violencia responde a la violencia en un delirio que exaspera y hace imposible el lenguaje sencillo de la razón, el papel de los intelectuales no puede ser, como se lee todos los días, el de disculpar desde lejos una de las violencias condenando a la otra, lo que tiene como efecto doble el de indignar hasta el furor al violento condenado y el animar a una violencia mayor al violento indulgenciado… Su papel debe ser únicamente el de trabajar en el sentido del apaciguamiento para dar sus oportunidades a la razón”.

El pensamiento fanático no experimenta divisiones. Es categórico, idéntico a sí mismo, coherente, consistente, auto-referido. Sólo cuando una mujer o un hombre admiten no tener respuesta para todas las preguntas, cuando aceptan la diversidad de los puntos de vista y las perspectivas, cuando asumen que la solución de muchos conflictos pasa por responsabilidades colectivas, entonces es entendible que se sientan divididos, que experimenten tensiones entre unos valores y otros. Oz y Camus lo vivieron en carne propia. Haber resistido la tentación de las soluciones fanáticas los honra y los hermana en una comunidad de escritores que problematizaron lo que tantos creen ya decidido y resuelto.


[Publicado originalmente en la revista La Panera]