El lavado de cerebro invadió la imaginación colectiva por la época de la Guerra Fría, ese período de la política mundial que se desarrolló, aproximadamente, entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el desmembramiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS. Esa guerra, la Fría, nunca declarada pero siempre al borde de precipitarse, tenía como protagonistas a Occidente –liderado por los Estados Unidos– y el Este, representado por la URSS y la China Comunista. Fue una era de sospecha recíproca y temor desatado. El gran fantasma era un potencial enfrentamiento bélico no convencional, centrado en la utilización de armamento atómico, lo cual llevaría irremediablemente a la destrucción del planeta. Visto desde Occidente, el enemigo resultaba ser una entidad más imaginada que conocida, opaca, tenebrosa y conspirativa. El espionaje se convirtió en un recurso crucial para obtener información confiable y, de paso, alimentó las industrias cinematográfica y literaria con un tema inagotable. James Bond fue el ícono.
Entre las maldades que atribuía el enemigo oriental estaba el lavado de cerebro, la técnica que permitía introducirse en la mente del prisionero o del espía y limpiarla de todo contenido ideológico indeseado, procediendo luego a llenarlo con otro que se consideraba correcto y necesario. Así, pues, el proceso de limpieza implicaba poner la mente del afectado en la condición de un pizarrón en blanco, vaciado de todo lo aprendido con anterioridad. Sobre esa mente en blanco se procedía para llenarla de nuevos contenidos.
Aún hoy, persisten dudas razonables sobre la factibilidad de semejante procedimiento. Aparece como demasiado ramplón, básico y simplista, probablemente más cercano al mito que a la realidad, y supone que el vaciado en cuestión sólo opera sobre el material cultural de la mente y no alcanzaría, en consecuencia, para un vaciado biológico. Por de pronto, el sujeto sometido al aseo mental y reformateado –para usar lenguaje vigente– no está teniendo una experiencia de conversión, como la que habría sufrido –o disfrutado, vaya uno a saber– el emperador romano Constantino (272-337 d. C), quien legalizó el Cristianismo y le inyectó un empuje complementario significativo, con plena conciencia de lo que abandonaba y aquello reciente a lo que adhería. Por otra parte, la víctima de un lavado de cerebro exitoso tampoco pasa por una experiencia de aprendizaje: se trata, más bien, de un tipo de inoculación. Nada de lo cual pudiera incluir alguna decisión voluntaria.
La dificultad de dar crédito a una posibilidad tan embrollada se perfila aún mejor cuando recurrimos a la realidad pura y dura, esa que lejos de ser simplona es mucho más simple y, por ende, más creíble. Empecemos con la demografía. Un ejercicio de proyección del Pew Research Center asegura que para 2050, habrá una población mundial de 9 mil trescientos millones de habitantes. Para ese mismo período, habrá 2 mil millones, setecientos sesenta mil musulmanes, una cifra que los aproximará inexorablemente a la mayoría de cristianos que para entonces tendrán sólo unos 200 millones más de adherentes –un tercio de la diferencia actual. Se podría pensar, como una hipótesis provisional, que millones de personas se habrán convertido al Islam. No es así. El Pew Research Center no concuerda con tal conjetura. De acuerdo a sus proyecciones, los factores que impulsarán este aumento tan significativo del número de musulmanes tienen que ver, más bien y principalmente, con la tasa de fertilidad, la edad de la población y las migraciones. La identificación de la tasa de fertilidad como un factor crucial descarta que el aumento de musulmanes se deba a fenómenos masivos de conversión. Esto puede traducirse sosteniendo que, con la mayor de las probabilidades, las familias musulmanas procrearán mayor cantidad de hijos y los harán musulmanes a una edad cuya condición mental en muy semejante a aquella que se requiere para lavar el cerebro de cualquiera.
El lavado de cerebro invadió la imaginación colectiva por la época de la Guerra Fría, ese período de la política mundial que se desarrolló, aproximadamente, entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el desmembramiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS. Esa guerra, la Fría, nunca declarada pero siempre al borde de precipitarse, tenía como protagonistas a Occidente –liderado por los Estados Unidos– y el Este, representado por la URSS y la China Comunista. Fue una era de sospecha recíproca y temor desatado. El gran fantasma era un potencial enfrentamiento bélico no convencional, centrado en la utilización de armamento atómico, lo cual llevaría irremediablemente a la destrucción del planeta. Visto desde Occidente, el enemigo resultaba ser una entidad más imaginada que conocida, opaca, tenebrosa y conspirativa. El espionaje se convirtió en un recurso crucial para obtener información confiable y, de paso, alimentó las industrias cinematográfica y literaria con un tema inagotable. James Bond fue el ícono.
Entre las maldades que atribuía el enemigo oriental estaba el lavado de cerebro, la técnica que permitía introducirse en la mente del prisionero o del espía y limpiarla de todo contenido ideológico indeseado, procediendo luego a llenarlo con otro que se consideraba correcto y necesario. Así, pues, el proceso de limpieza implicaba poner la mente del afectado en la condición de un pizarrón en blanco, vaciado de todo lo aprendido con anterioridad. Sobre esa mente en blanco se procedía para llenarla de nuevos contenidos.
Aún hoy, persisten dudas razonables sobre la factibilidad de semejante procedimiento. Aparece como demasiado ramplón, básico y simplista, probablemente más cercano al mito que a la realidad, y supone que el vaciado en cuestión sólo opera sobre el material cultural de la mente y no alcanzaría, en consecuencia, para un vaciado biológico. Por de pronto, el sujeto sometido al aseo mental y reformateado –para usar lenguaje vigente– no está teniendo una experiencia de conversión, como la que habría sufrido –o disfrutado, vaya uno a saber– el emperador romano Constantino (272-337 d. C), quien legalizó el Cristianismo y le inyectó un empuje complementario significativo, con plena conciencia de lo que abandonaba y aquello reciente a lo que adhería. Por otra parte, la víctima de un lavado de cerebro exitoso tampoco pasa por una experiencia de aprendizaje: se trata, más bien, de un tipo de inoculación. Nada de lo cual pudiera incluir alguna decisión voluntaria.
La dificultad de dar crédito a una posibilidad tan embrollada se perfila aún mejor cuando recurrimos a la realidad pura y dura, esa que lejos de ser simplona es mucho más simple y, por ende, más creíble. Empecemos con la demografía. Un ejercicio de proyección del Pew Research Center asegura que para 2050, habrá una población mundial de 9 mil trescientos millones de habitantes. Para ese mismo período, habrá 2 mil millones, setecientos sesenta mil musulmanes, una cifra que los aproximará inexorablemente a la mayoría de cristianos que para entonces tendrán sólo unos 200 millones más de adherentes –un tercio de la diferencia actual. Se podría pensar, como una hipótesis provisional, que millones de personas se habrán convertido al Islam. No es así. El Pew Research Center no concuerda con tal conjetura. De acuerdo a sus proyecciones, los factores que impulsarán este aumento tan significativo del número de musulmanes tienen que ver, más bien y principalmente, con la tasa de fertilidad, la edad de la población y las migraciones. La identificación de la tasa de fertilidad como un factor crucial descarta que el aumento de musulmanes se deba a fenómenos masivos de conversión. Esto puede traducirse sosteniendo que, con la mayor de las probabilidades, las familias musulmanas procrearán mayor cantidad de hijos y los harán musulmanes a una edad cuya condición mental en muy semejante a aquella que se requiere para lavar el cerebro de cualquiera.
El lavado de cerebro invadió la imaginación colectiva por la época de la Guerra Fría, ese período de la política mundial que se desarrolló, aproximadamente, entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el desmembramiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS. Esa guerra, la Fría, nunca declarada pero siempre al borde de precipitarse, tenía como protagonistas a Occidente –liderado por los Estados Unidos– y el Este, representado por la URSS y la China Comunista. Fue una era de sospecha recíproca y temor desatado. El gran fantasma era un potencial enfrentamiento bélico no convencional, centrado en la utilización de armamento atómico, lo cual llevaría irremediablemente a la destrucción del planeta. Visto desde Occidente, el enemigo resultaba ser una entidad más imaginada que conocida, opaca, tenebrosa y conspirativa. El espionaje se convirtió en un recurso crucial para obtener información confiable y, de paso, alimentó las industrias cinematográfica y literaria con un tema inagotable. James Bond fue el ícono.
Entre las maldades que atribuía el enemigo oriental estaba el lavado de cerebro, la técnica que permitía introducirse en la mente del prisionero o del espía y limpiarla de todo contenido ideológico indeseado, procediendo luego a llenarlo con otro que se consideraba correcto y necesario. Así, pues, el proceso de limpieza implicaba poner la mente del afectado en la condición de un pizarrón en blanco, vaciado de todo lo aprendido con anterioridad. Sobre esa mente en blanco se procedía para llenarla de nuevos contenidos.
Aún hoy, persisten dudas razonables sobre la factibilidad de semejante procedimiento. Aparece como demasiado ramplón, básico y simplista, probablemente más cercano al mito que a la realidad, y supone que el vaciado en cuestión sólo opera sobre el material cultural de la mente y no alcanzaría, en consecuencia, para un vaciado biológico. Por de pronto, el sujeto sometido al aseo mental y reformateado –para usar lenguaje vigente– no está teniendo una experiencia de conversión, como la que habría sufrido –o disfrutado, vaya uno a saber– el emperador romano Constantino (272-337 d. C), quien legalizó el Cristianismo y le inyectó un empuje complementario significativo, con plena conciencia de lo que abandonaba y aquello reciente a lo que adhería. Por otra parte, la víctima de un lavado de cerebro exitoso tampoco pasa por una experiencia de aprendizaje: se trata, más bien, de un tipo de inoculación. Nada de lo cual pudiera incluir alguna decisión voluntaria.
La dificultad de dar crédito a una posibilidad tan embrollada se perfila aún mejor cuando recurrimos a la realidad pura y dura, esa que lejos de ser simplona es mucho más simple y, por ende, más creíble. Empecemos con la demografía. Un ejercicio de proyección del Pew Research Center asegura que para 2050, habrá una población mundial de 9 mil trescientos millones de habitantes. Para ese mismo período, habrá 2 mil millones, setecientos sesenta mil musulmanes, una cifra que los aproximará inexorablemente a la mayoría de cristianos que para entonces tendrán sólo unos 200 millones más de adherentes –un tercio de la diferencia actual. Se podría pensar, como una hipótesis provisional, que millones de personas se habrán convertido al Islam. No es así. El Pew Research Center no concuerda con tal conjetura. De acuerdo a sus proyecciones, los factores que impulsarán este aumento tan significativo del número de musulmanes tienen que ver, más bien y principalmente, con la tasa de fertilidad, la edad de la población y las migraciones. La identificación de la tasa de fertilidad como un factor crucial descarta que el aumento de musulmanes se deba a fenómenos masivos de conversión. Esto puede traducirse sosteniendo que, con la mayor de las probabilidades, las familias musulmanas procrearán mayor cantidad de hijos y los harán musulmanes a una edad cuya condición mental en muy semejante a aquella que se requiere para lavar el cerebro de cualquiera.
Como lo han indicado numerosos especialistas en materia de religiones, las familias son claramente el más eficiente multiplicador de adherentes a la religión que profesan. No es posible pretender que haya conversión en un niño puesto que no puede dejar de ser algo que no era.Y esto vale igual para cristianos, judíos, hinduistas o pentecostales. Por el contrario, ello podría ser descrito mejor como un proceso de adoctrinamiento o de condicionamiento, una condición que guarda muchas semejanzas con el lavado de cerebro. Y hasta aquí la semejanza. Si bien la mente de un niño está lejos de consistir en un pizarrón en blanco, también es cierto que sus capacidades críticas están todavía por desarrollarse. Por consiguiente, se trata de un terreno fértil para el cultivo y la propagación de creencias, tradiciones, costumbres, y no sólo de carácter religioso. Así, en sentido restringido, muchos procesos de socialización podrían ser descritos acertadamente como procedimientos de lavado de cerebro. Ningún niño podría ser un converso. Tampoco un niño podría ser un apóstata, alguien que reniega de su religión anterior, porque ningún niño nace ya como adherente de una religión, una tradición o una cultura dada. Eso es imposible. Definitivamente, convertirse y renegar son cosa de adultos.
[Publicado originalmente en la revista La Panera]