Peso, distancia, medida, velocidad, volumen, altura, espesor, tiempo, edad, rendimiento: las cantidades están por todas partes. Y aunque son de tal presencia e importancia en la vida cotidiana, existe toda una extendida cultura de distanciamiento respecto de ellas. Por una parte, como espíritu de sospecha respecto de todo lo que es cuantitativo y, por la otra, como rechazo de las matemáticas.
Hace unos años, Seymour Papert –el mismo que inventó un lenguaje computacional para que los niños aprendieran matemáticas jugando y comprendiendo– denunció la existencia de la matematofobia y la consideró un rasgo de nuestros sistemas educacionales. Esta fobia a las matematicas es la más aguda manifestación de una grieta en nuestros modos de pensar, una fisura que separa lo científico-tecnológico de lo humanístico. El físico británico C.P. Snow llegó a hablar de las dos culturas, ambas desconociéndose entre sí y generando distancias que, en último análisis, carecen de sentido. Esto ha estado, y sigue estando retratado, en nuestra famosa división escolar entre los cursos humanistas y los cursos científicos. En su versión más dañina, una cultura ignora a la otra y, eventualmente, la desprecia. Se supone que los científicos no tienen sensibilidad artística, literaria o filosófica, y los humanistas no tienen dedos para tocar el piano de las matemáticas, la física o la química. Así, puedo ser culto habiendo leído a Shakespeare, Esquilo o Marcel Proust y, al mismo tiempo, ignorar lo que hicieron Maxwell, Poincaré o Max Perutz; puedo ser culto recitando a Jorque Manrique, leyendo a Neruda o escuchando a Bach y no tener ni idea de lo que significa ‘relatividad’ o el segundo principio de la termodinámica.
Y viceversa, por supuesto. Pero, ¿quién podría jactarse de esta cojera? Sin embargo, hay muchos jactanciosos a uno y otro lado de la brecha, y muchas ideas educativas viviendo de este distanciamiento. En verdad, desconocer a John Milton o a Platón es tan limitante como ignorar lo que afirman la tectónica de placas, la teoría del código genético o el Big Bang. Otra expresión de esta cojera eran los combates entre los cuantitivistas y los cualitativistas respecto de la metodología en las ciencias sociales (‘cuanti’ y ‘cuali’, en jerga académica); resulta ridículo el conjunto de argumentos que invita a excluir, y a ver disyuntivas insalvables donde no las hay. Los ‘cuali’ deploran lo cuantitativo (salvo cuando cobran) y experimentan desprecio por lo empírico y lo estadístico. En verdad, igual que entre humanistas y científicos, no se está obligado a elegir entre una cosa y otra, ni a convertir una de ellas en cuestión absoluta y excluyente. No puedo sino recordar las clases de mis profesores de lógica y de filosofía antigua: ninguno de ellos habría considerado siquiera la idea de tener que optar inevitablemente entre lo general y lo particular, entre el género sumo y la especie ínfima, entre la extensión y la comprensión. Más bien, nos enseñaban que, irremediablemente, cada vez que avanzamos en comprensión, retrocedemos en extensión; y viceversa, cuando avanzamos en extensión, retrocedemos en comprensión y especificación. Se trataba, pues, de combinar ambos movimientos, en un ir y venir del pensamiento, integrando las diferentes perspectivas.
Sin esta disposición combinatoria, los excesos tocan a la puerta. Viene a mi memoria, por ejemplo, un famoso argumento enarbolado con frecuencia por la época del pánico moral respecto de los supuestos efectos globales de la televisión. Un niño, vestido como Supermán y eventualmente estimulado por la teleserie homónima, creyó poder volar y se lanzó por la ventana del edificio en que vivía en una ciudad estadounidense; asunto trágico, por cierto, lo cual desató una escandalera de proporciones que centraba las culpas en la televisión. Ciertamente, nadie hizo las preguntas de rigor: ¿cuántos niños estaban viendo ese mismo programa, ese mismo día? ¿y cuántos de ellos se lanzaron de los edificios en que vivían? La respuesta es que había cientos de miles de niños sintonizando la misma serie, pero no se produjeron otros eventos trágicos. Y así, sin más pensar, un caso se convierte en norma y permite hacer afirmaciones universales. Sin duda, el único caso es de lamentar y ninguna estadística habría podido consolar a los padres del niño aludido. Sin embargo, no hay cómo fundamentar un juicio acerca de un medio de comunicación –o cualquier otro tema– sobre la base de un caso aislado. Hasta el sentido común recoge esta sensata advertencia: una golondrina no hace verano.
Por cierto, tenemos que estar advertidos con el defecto contrario, el de las grandes estadísticas. Los grandes equilibrios macro-económicos no transitan automáticamente a las vidas de los ciudadanos particulares, las que pueden llegar a ser muchos casos de desastre microeconómico. De allí la ironía de esa famosa definición de estadística, según la cual se trata de una disciplina que establece que si mi vecino tiene dos autos y yo no tengo ninguno, ambos tenemos uno (en promedio, se entiende). Seguramente, nadie quiere ser el promedio de nada en tales condiciones.
Observando el cruel destino de los ciudadanos individuales en los regímenes totalitarios, el escritor húngaro Arthur Koestler tomó conciencia del dilema entre lo universal y lo particular, entre el sistema social y el sujeto particular. Así, su novela inspirada en los fusilamientos decretados por Stalin en la década de los 30 –en el siglo pasado– se llamó en español «El Cero y El Infinito». En el original inglés, tuvo un no menos estremecedor título: «Oscuridad a Mediodía».
[Publicado originalmente en la revista La Panera]