Tu paso por una calle, tu ingreso a un local comercial, tu utilización de una autopista, todo puede quedar registrado por una cámara de televisión, un drón o algún otro ingenio tecnológico de detectación. Esas grabaciones son las huellas que dejamos, los rastros cuya secuencia pueden reconstituir nuestra conducta. En otros tiempos, las andanzas de cualquiera pudieron pasar totalmente desapercibidas, ocultas a la mirada de un observador. Retrocediendo todavía más –mucho más, en verdad– y antes del desarrollo de la palabra escrita, cuántos acontecimientos quedaron perdidos en la noche de los tiempos.
Identificar rastros o huellas de animales y aves fueron cruciales para la sobrevivencia de nuestros antepasados cazadores- recolectores, condición en la que permanecimos por alrededor de dos millones de años. Recoger y recolectar plantas y frutos no requirió más que conocer el terreno y aprender los beneficios o los peligros de consumirlos. Adquirida la condición bípeda, se pudieron cubrir otros tipos de terreno y acceder a la fauna asociada. Entonces, rastrear huellas se convirtió en un arte crucial. Aunque no esté visible, un antílope deja sus rastros, los que pueden indicar la dirección de su marcha, la velocidad, el peso, el eventual cansancio y un lugar donde recobrar fuerzas. Dotados de la capacidad para correr de modo persistente, nuestros antepasados lograron cazar con éxito. Dependiendo del tipo de terreno –seco, húmedo o rocoso– y de las fluctuaciones climáticas, no siempre las huellas de las presas potenciales estuvieron modeladas en el suelo y con la necesaria nitidez. En esta condición, los cazadores debieron desarrollar un tipo de rastreo que incluyó conjeturas e hipótesis para rellenar los vacíos del conocimiento necesario para un acecho exitoso. Un cerebro que ya había experimentado modificaciones con la marcha bípeda, fue desafiado por ambientes nuevos y exigencias distintas para sobrevivir.
La caza con arcos y flechas significó un avance sustantivo. Las más antiguas evidencias, halladas en el sur de África, datan de unos 64 mil años. El rastreo especulativo, aquel capaz de desarrollar hipótesis sobre la conducta de las presas, fue un requisito previo para la invención del arco y la flecha. Autores como Louis Liebenberg afirman que la capacidad de desarrollar conjeturas e hipótesis está en el origen de la ciencia. No es la primera vez que se formulan tales analogías. La más recurrida es aquella que asemeja la investigación científica con la investigación policial. En un sugerente texto de 1979, Thomas A. Sebeok y Jean Umiker-Sebeok confrontan a Sherlock Holmes (o sea, Arthur Conan Doyle) con el filósofo estadounidense Charles S. Peirce. Los Sebeok contraponen al novelista y al filósofo en el tema del valor de las conjeturas en el desarrollo de las investigaciones. Sherlock Holmes, el personaje, sostiene que no elabora conjeturas y se atiene, en consecuencia, a los hechos tal como se presentan y hablan por sí mismos. No es primera vez que una declaración como ésa había sido formulada taxativamente; antes la había sostenido Isaac Newton, afirmando que no construía hipótesis para generar explicaciones de los fenómenos naturales. En la vereda contraria, Peirce (1839 1914) decía que la verdad no podía ser conquistada sino mediante conjeturas, aunque no estuvieran respaldadas, de momento, por una base empírica.
Dándole la razón a Peirce, Karl Popper (1902-1994) sintetizó su idea de la ciencia como la dinámica de conjeturas y refutaciones. En lo fundamental, diferenciaba entre la lógica del descubrimiento y la lógica de la confirmación. En el primer caso, la imaginación juega un rol sustantivo y apela a las capacidades creativas de los investigadores; en consecuencia, no debía ser constreñida por razonamientos apegados a lo ya conocido. Por el contrario, la instancia de someter a prueba las hipótesis debía someterse a los más estrictos controles experimentales.
Así, la tesis de que la ciencia –con todas sus complejidades y sofisticaciones recientes– tiene sus inicios en el rastreo especulativo de nuestros antepasados cazadores-recolectores no resulta tan forzada. La idea de que la ciencia se apega siempre y estrictamente a lo empíricamente demostrable, ensombrece su rostro imaginativo. Si así fuera, la tectónica de placas o la radiación de fondo habrían quedado fuera de juego. Y habría que descartar sin apelación posible la teoría de las cuerdas o los múltiples universos. No hay evidencias en favor de esas tesis, pero elaborarlas, debatirlas y buscar respaldarlas está en el corazón mismo de la ciencia. Se trata de osadías que vienen a ser como el oxígeno que hace posible nuestras vidas en este rincón de la Vía Láctea.
[Publicado originalmente en la revista La Panera]