Convencidos, pero equivocados

Tal es el título de un libro de Thomas Gilovich, un profesor estadounidense de la Universidad de Cornell. Deslizándonos más allá del intento de una reseña de la obra, publicada originalmente en 1991 y merecidamente bien considerada, parece atractivo encarar el título mismo. En efecto, a primera vista parece un título ambiguo, una expresión contradictoria o, eventualmente, un contrasentido. ¿Cómo podría alguien estar convencido acerca de algo y, al mismo tiempo, estar equivocado? Se diría que una cosa o la otra, pero no ambas. ¿Cómo podría alguien estar equivocado respecto de algo y, a la vez, estar convencido de su verdad?

En honor a los hechos, esto que resulta contradictorio, sin embargo, ocurre todo el tiempo y le sucede a la gran mayoría de las personas. Por cierto, nadie cree y está convencido de algo si no lo considera, al mismo tiempo, verdadero, correcto, cierto, apropiado. ¿Quién querría estar convencido de tonterías, estupideces y supersticiones? Y si está convencido, no podría aceptar estar equivocado. Pero todo esto nos pone en condiciones embarazosas. En efecto, por ejemplo, supongamos que el tema es la eutanasia voluntaria, asunto sumamente discutido y en torno del cual hay posturas encontradas. Ahora bien, podemos dar por sentado que quienes son partidarios sostienen estar convencidos de poseer buenas razones (y no estar equivocados) y lo mismo ocurrirá con quienes son contrarios a la eutanasia. De modo que la diferencia no radica en estar convencidos (ambos lo están) y la diferencia está en las razones o los argumentos que cada parte enarbola. Porque, entonces, ¿cómo pueden estar ambos convencidos sosteniendo sobre el mismo tema posturas radicalmente diferentes?

Yendo al punto, el problema está en la convicción. Como sabemos, se trata de una condición psicológica, un estado de cosas anímico, una cierta seguridad interna, una experiencia subjetiva. A nadie le está negado tenerla, ni qué decirlo. Lo complicado aparece cuando convertimos la convicción en un argumento probatorio de nuestras preferencias. Dicho de otro modo, usamos nuestra convicción como criterio de evaluación de lo que creemos o sostenemos. El razonamiento diría así: estoy convencido, en consecuencia, debo estar en lo cierto, mis razones tienen fundamento sólido. Reiterémoslo: basta que haya dos personas que tienen puntos de vista exactamente contrarios sobre un mismo tema, para poner a la vista que la convicción que experimentan en uno y otro caso no sirve para establecer quién está en lo correcto. Dicho en términos más formales: la convicción no es un criterio de verdad. Es una medida de pulso psicológico, no un decisor epistemológico.

Si se puede estar convencido y, al mismo tiempo, equivocado ¿por qué, entonces insistimos en que se mida nuestra probidad intelectual por medio de la intensidad y fuerza de nuestras convicciones? Probablemente porque de ese modo podemos escapar a la obligación de evaluar nuestras razones y nuestros argumentos y dejar de lado los sentimientos y las emociones, las preferencias y los sesgos, que nos motiva el tema. En suma: no es intelectualmente lícito usar nuestros afectos como pruebas. Definitivamente, no podemos erigirnos nosotros mismos en evaluadores de nuestras propias preferencias. Eso es egolatría a la vista, narcisismo básico. Este sería su eslogan: yo estoy convencido, entonces tengo la razón.

Los dirigentes del régimen nacional socialista alemán estaban convencidos, lo estuvieron también los del régimen soviético encabezado por Stalin. Eran personas de muchísima convicción. Y antes que ellos, tantos otros. La suma de las desgracias que desataron requiere una aritmética de muchas cifras para contabilizarlas y revelan la fórmula fatídica de mucha convicción y poder militar sin contrapeso. El inefable Bush hijo estuvo convencido de que Dios se le apareció y le aconsejó invadir Iraq. Otros creen con firmeza que los terremotos y los tsunamis que han asolado diversas zonas del mundo son la manifestación de la ira de Dios por la aprobación del matrimonio homosexual, el aborto o la igualdad de género. Están los que creen en la tierra plana, los que aseguran haber estado en una ciudad subterránea en Júpiter, los que dicen haber visto muertos caminando, los que sostienen estar comunicados con seres extraterrestres, los que creen percibir los signos del fin del mundo, etc.

Las convicciones no le parecían buena cosa al filósofo alemán Friedrich Nietzsche, quien las consideraba equivalentes a prisiones en las que las personas se encierran y permanecen prisioneras. Y Albert Camus ratificaba la viejísima verdad de que es imposible persuadir a quien quiera que esté seguro de sí mismo y considere a todos los demás como gente equivocada. El agudo Paul Valéry lo decía: “Es innata en nosotros la locura de confundir una paradoja con un descubrimiento, una metáfora con una prueba, un torrente de verborrea con un manantial de verdades primordiales, y verse a sí mismo como un oráculo”.


[Publicado originalmente en la revista La Panera]