Me gustan los prefacios

No todos, por supuesto. Hay prefacios de muchos tipos. Por ejemplo, esos de gran extensión y que explican, pongamos por caso, el sentido de una legislación que se desea modificar; o esos otros, en los que el autor derrocha alabanzas a una autoridad cuyo favor le importaba conseguir o mantener, aunque hay que admitir que esa clase de prefacios eran más frecuentes en el pasado aristocrático y monárquico. Hay otros que se usan en ediciones posteriores de un mismo libro, con el objeto de responder a objeciones que algún especialista agudo ha formulado sobre su contenido. En fin, hay prefacios para todos los gustos. Y para completar el cuadro, habrá que indicar que muchos lectores simplemente ignoran los prefacios y pasan directo al texto.

Los prefacios que aprecio en particular son aquellos que entregan detalles sobre el origen del libro y las vicisitudes por las que pasó su redacción y que, además, identifican sin rodeos las deudas intelectuales que el autor (o los autores) tiene con otras personas. Esto no era frecuente en el pasado. Se suponía que el autor era un sujeto ensimismado, que libraba batallas individuales en el mundo de las ideas, dejado a su propia suerte; en suma, una especie de héroe solitario, una estrella con capacidad de iluminarse a sí misma.

Vuelvo a revisar los prefacios de libros que he leído en tiempos recientes y me asombro otra vez, para bien, del vínculo que el autor revela con otros autores, instituciones (habitualmente, universidades), fundaciones, seminarios, conferencias, pasantías, becas; en suma, la disponibilidad de un asentado capital intelectual. Los prefacios que me gustan suelen incluir, además, agradecimientos a los editores, que han sugerido ideas que van desde el título del libro hasta su extensión, y a una cantidad de revisores y otros especialistas que, de no ser por estos reconocimientos, resultarían invisibles.

Pero, no se trata sólo de los beneficios institucionales que, por cierto, importan mucho sino que también del número de lectores voluntarios que acceden al total o a parte de los originales, o a las primeras versiones en formato Word, un rito al que los autores se prestan con la mejor disposición. Meses y hasta años antes de la publicación, se multiplican los encuentros en los que el autor expone el estado de avance de su texto y en los que recibe comentarios críticos que se identifican y agradecen, más allá de los cálculos disfrazados de diplomacia o buen gusto.

Así, los libros cuyos prefacios aprecio se me aparecen como una obra colectiva, una manifestación consistente de inteligencia distribuida y movilizada, esto es, el punto final (aunque siempre provisional) de una colisión de ideas que se retroalimentan, fermentan y fructifican al calor de un diálogo presencial o remoto. Estos textos que anteceden a los capítulos son, en consecuencia, la base de sustentación de los esfuerzos para desarrollar y consolidar las historias intelectuales, la biografía de las ideas que, de otro modo, aparecerían como genialidades inéditas flotantes, dependientes única y exclusivamente de un ego en particular, incontaminado de intercambio con otros autores y con frecuencia acompañado de signos evidentes de megalomanía. Pero, además, hacen posible delinear con mayor precisión los contextos sociales e históricos de la que la obra surgió, volviendo terrenales a personajes que una apologética servil intenta mantener por encima de toda contaminación contextual o práctica.

La dinámica de someter las propias ideas a una variedad de críticos, más que un mero aunque no intrascendente acto de cortesía o generosidad, se ha convertido en una clave, según lo afirman diversos autores interesados en la expansión de las disposiciones críticas de las personas. Decididamente, el trabajo intelectual –como otros– no es una quijotada individual solitaria. En el intento de dar con estrategias que generen y multipliquen atmósferas de inquietud intelectual, la investigación ha rescatado la importancia de interacciones grupales y en situaciones sociales reales. Decididamente, las condiciones de aula y en situaciones abstractas no aseguran en absoluto la transferencia de lo aprendido a la vida cotidiana concreta de las personas. No sólo las muchas iniciativas de pedagogía del pensamiento crítico sino, igualmente, la experiencia más bien desalentadora de las estrategias anti-sesgo, confirman la característica irreductiblemente colectiva y social de las virtudes intelectuales.

Mucho de esto sabía Platón escribiendo sus diálogos, tensionando las ideas al calor de la conversación de diversos puntos de vista. Y para citar sólo un ejemplo entre muchos, vale la pena recordar al filósofo inglés G. R. G. Mure (1893-1979), quien sostuvo que un gran autor debe más a sus contradictores que a sus seguidores.


[Publicado originalmente en la revista La Panera]