¡Qué tiempos aquellos, esos cuando un libro tan simplón como «Las Formas Ocultas de la Propaganda» (1957) confirmaba (supuestamente) las convicciones de quienes creían a pies juntos que la propaganda y la publicidad podían vender ideas y productos a quien fuera, sin importar las circunstancias! Vance Packard, su autor, se hizo famoso y su obra llegó a alcanzar el rango de escritura sagrada, texto obligado de los gestores de la industria de la persuasión vía medios de comunicación (pretendida) y de los estudiantes entusiastas y voluntariosos que comenzaban a copar las escuelas universitarias de comunicación y las relaciones públicas.
Con la habitual displicencia de un mito seguro de sí mismo, los líderes de la industria y sus pedagogos se permitieron ignorar la evidencia que apuntaba en la dirección contraria. Entre los años 40 y 50 del siglo pasado, el sociólogo Paul K. Lazarsfeld (1901-1976), austríaco judío exiliado en los Estados Unidos, desarrolló sucesivas investigaciones dedicadas a entender el comportamiento de los votantes y los consumidores y, en particular, el proceso de decidir el voto en dos elecciones presidenciales estadounidenses: la de 1940 y la de 1944. Las conclusiones de Lazarsfeld y sus colaboradores pueden sintetizarse así: los votantes han decidido sus votos mucho antes de las campañas, sus votos están asociados a preferencias previas de tipo valórico (por ejemplo, las de carácter religioso). En consecuencia, si algún rol juegan las campañas de publicidad y propaganda, consiste en reforzar y movilizar preferencias ya existentes. A lo más, y ni siquiera eso resultaba claro, podían eventualmente precipitar la decisión de personas indecisas. Ninguna prueba en favor de la idea de que las campañas modifican opiniones masivamente y determinan los resultados de los electores.
Por cierto, la industria y el inmenso negocio asociado nunca se enteraron. O si se enteraron, hicieron como que no oían. Y procedían a apuntalar sus convicciones recurriendo, por ejemplo, a referencias obligadas: el éxito propagandístico de Adolfo Hitler y sus seguidores en la Alemania Nazi, la emisión radial de Orson Welles sobre una invasión marciana, el lavado de cerebro estalinista, el debate presidencial Nixon-Kennedy en 1960, etc. Respecto de este último evento televisivo, Katz y Feldman entrevistaron a muestras de televidentes y lo que hallaron fue lo que esperaban: los partidarios de Kennedy vieron ganar a Kennedy, y los partidarios de Nixon vieron ganar a Nixon. La industria hizo caso omiso de estas evidencias. Las ignoraron, ratificando la inmensa lejanía que separa a los negocios y a la academia.
En relación a Hitler y su exitoso ascenso y conservación temporal del poder, se puede recorrer mucha literatura que reitera en el lugar común del poder de sus campañas de propaganda. Pero, muy escasamente se hallará referencia a la masiva obra de investigación histórica del británico Ian Kershaw, quien pudo acceder a documentación y archivos confiables sobre la Alemania de un Hitler marginal en la vida política hasta su arribo a la condición de un dictador sin rivales. Interesado en comprender la opinión popular de la época –expresión que él prefiere a la de opinión “pública”–, Kershaw pone en duda la efectividad modificadora de la propaganda nazi y sostiene, más bien, que obtuvo sus mejores logros cuando movilizó consensos ya existentes, reforzó valores que prevalecían con anterioridad y estimuló prejuicios con profundo arraigo entre los alemanes. No puede constituir una sorpresa que uno de los libros más reconocidos de Kershaw se titule, precisamente, «El Mito de Hitler» (1980). Con toda seguridad, en la industria de los medios de comunicación, de la publicidad y de la propaganda, el historiador británico debe ser un ilustre desconocido.
En un libro publicado hacia el inicio de este año, el doctor en ciencias cognitivas Hugo Mercier ha defendido fervorosamente la tesis de que las personas son mucho menos crédulas de lo que siempre se ha supuesto y que, en consecuencia, son más inmunes a los esfuerzos persuasivos de la publicidad y de la propaganda política. De hecho, Mercier sostiene que toda la evidencia apunta en la dirección de una indisimulable falta de efectividad en el grueso de las campañas que cruzan los canales de comunicación, en toda la variedad de sus plataformas. Todo ello reivindica, precisamente, las tesis que Paul Lazarsfeld sostuvo a partir de los años cuarenta en el siglo pasado; a saber, que las personas y los grupos sociales tienen y mantienen opiniones, creencias, opciones valóricas e interacciones que persisten en el tiempo, que resultan no negociables y que orientan sus decisiones y acciones. En su provocador libro «No nacimos ayer», Mercier se conecta directamente con el sociólogo vienés que estudió las elecciones presidenciales y la conductas de los votantes.
Así, un mito se viene abajo. Decididamente, los mensajes no llegan directo a la mente de las personas y no impactan en ellas como si se tratara de un pizarrón en blanco. Gracias a un verdadero sistema inmunológico eficiente, resisten los intentos de persuasión. Una lección poderosa para los ingenieros de la comunicación que creen poder manipular la opinión de los grupos sociales y que viven de hacer creer a sus clientes que tienen la poción precisa para encantar sin restricciones.