En abril del año pasado, radicado en Suecia, murió Juan Rivano, emblemático profesor de filosofía de la Universidad de Chile entre los años 50 y 70. El filósofo Edison Otero, su alumno y amigo, se propone en este artículo rescatar el legado de Rivano como filósofo, condición que, según sostiene, le negaron por omisión las filas intelectuales de la dictadura. He aquí el breve resumen de un pensamiento y, sobre todo, de una forma de pensar.
En un territorio en el que escasean los pensadores, es necesario rescatar del olvido la obra del profesor Juan Rivano (1926-2015), matemático y filósofo. Al amparo impune del régimen militar, algunos intérpretes de la breve historia de la filosofía chilena ignoraron deliberadamente su nombre y silenciaron también su permanencia como prisionero en el campo de concentración de Puchuncaví (1975-1976). No existió un Rivano filósofo. Es necesario remediar esta injusticia. Hay buenas razones para ello. Ante todo, Rivano exhibió rigor y seriedad en su pensamiento, cualidades que con seguridad provienen de su formación en matemáticas y de su especialización en filosofía, la lógica. Se preocupó siempre de trabajar los conceptos con atención y dar consistencia a los argumentos. No se dejaba llevar por escapadas retóricas. Cuando leía a un autor, ponía especial cuidado en interpretarlo apropiadamente. Su trabajo intelectual no era secreto. Escribía una primera versión y la sometía a prueba en sus clases, invitando a sus alumnos y pares a reflexionar sobre los temas que proponía. Concebía la labor académica como una cuestión pública, que debía someterse al escrutinio y la polémica. Reemplazó la torre de marfil por las salas de clases, los patios y los cafés. Estaba siempre disponible para debatir, a la mano de quien quisiera abordarlo, más cercano de sus estudiantes que de sus colegas. Esto explica que le preocupara comprender lo que ocurría en su entorno social y político. Si la tradición hace posible la erudición, sólo la ligazón con la realidad material y cultural permite encarnar la filosofía. Por eso esperaba que los filósofos se pronunciaran sobre la contingencia. Desde luego, tender un puente entre la academia y la política es un arte delicado. Rivano tenía claro que la política no era excusa para un pensamiento construido con eslóganes, y que la filosofía no era excusa para ignorar lo que ocurría fuera del campus. En una palabra, había que leer y aplicar a Marx, pero sin abandonar la compañía de Platón, Aristóteles, Hume o Hegel. Es así como en los años 60 y comienzos de los 70, Rivano manifiesta una creciente sensibilidad social y política, con un estilo polémico que no generaba mucha simpatía. Su trabajo atrae a muchos estudiantes y genera una profunda influencia intelectual, pero también una creciente irritación en el ambiente académico. Como ocurre siempre que no existe una consolidada cultura del debate, muchas diferencias intelectuales se mimetizan en el territorio de las disputas personales. Hay quienes quisieron ver en su actitud política la causa directa y única del desarreglo generalizado en el que se precipitó la vida intelectual del circunscrito ámbito de actividad filosófica en la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, en el barrio de Ñuñoa. Esa es una óptica estrecha. El desarreglo fue generalizado y sus causas están en el súbito ascenso de la temperatura social y política en muchas zonas del planeta, y en los cantos de sirena de una atractiva invitación liberacionista que se abalanzó como un tsunami sobre todas las costas. A esto se sumó un fenómeno específicamente nacional: el movimiento de reforma universitaria. Quien más, quien menos, la ilusión encantó a las mayorías. Eran los tiempos de los Beatles, el Che Guevara, Woodstock, la Primavera de Praga, Jesucristo Superstar, el prefacio de Sartre al libro de Frantz Fanon y la emoción de tomarse las calles. Sólo que Rivano no suspendió su vocación crítica, lo cual permite entender que se sumara al proceso de reforma universitaria y al mismo tiempo lo criticara ácidamente. Ello mismo explica que tuviera muchos reparos con el gobierno de Allende y apuntara sus dardos contra todo intento de instrumentalizar la universidad para fines partidistas. Y, por cierto, da sentido a la crítica que mantuvo contra Heidegger y su adhesión al nazismo, incluyendo los esfuerzos negadores o justificadores de los seguidores latinoamericanos del filósofo alemán. Sobre este particular, Rivano escribió su ácido e irónico artículo Carta de Escándalos: sobre el silencio de Heidegger (1990). Asimismo, en un ambiente académico apolítico, aristocratizante y católico, asumió una postura atea y materialista, convencido de que un futuro posible para las sociedades humanas estaba más allá de las iglesias y las religiones. Su obra es nutrida y consistente. En el afán de comprender el sentido de la filosofía misma, escribió libros indispensables como La vertebración de la filosofía. A los textos de especialidad, sumó libros de referencia sobre denuncia cultural. Introdujo en nuestro país la lectura de pensadores británicos, desde Locke a Alfred Ayer. De uno de ellos, Francis H. Bradley, produjo una traducción difícil de superar. Fue el primero en hacer un lugar en la cátedra filosófica a las ideas de Marshall McLuhan, el imprescindible pensador canadiense. Abandonó el marxismo doctrinario y fijó su atención en los temas del poder y la tecnología. En el fenómeno tecnológico encontró claves cruciales para entender nuestra época, aunque ello significara cuestionar ideas que había adoptado antes. Así, el marxismo explícito y profético de sus libros de los años 60 comienza a desaparecer, aunque permanece como un telón materialista de fondo, nunca abandonado. A modo de un ajuste de cuentas con ilusiones suyas y de su época, escribió Hegel: triunfo y fracaso (1972), un texto simplemente conmovedor. Fue detenido en agosto de 1975 por las fuerzas de seguridad de la dictadura. Permaneció como prisionero político en Puchuncaví durante un año. Una amnistía acotada le permitió viajar a Israel y luego a Suecia, donde vivió hasta su muerte. En lo fundamental, Juan Rivano mantuvo su convicción de que la filosofía no tiene que enclaustrarse, advertencia significativa para los días que corren. Entre una filosofía autista y una educación superior extraviada y cohonestada por el libre mercado, se promueve la tentación de que podemos prescindir del pensamiento crítico para encarar los problemas de una sociedad. El trabajo filosófico genuino es un oficio de demolición de ilusiones. Merodea siempre en los bordes del escepticismo, el descreimiento y un contenido desencanto. Cioran decía que el escepticismo es el mayor coraje de la filosofía. Sin duda, Rivano personifica perfectamente este oficio entre nosotros. En una imaginada reunión, habría que ubicar a Rivano junto a Rabelais, Omar Khayyam y Emile Cioran, Erasmo, Jorge Manrique o Alexandre Zinoviev. Esos son sus hermanos, no de sangre sino de inteligencia sufriente. Los convoca la misma incapacidad para bailar al son de las ilusiones. No predican, no fabrican cartas astrales, no tienen escrituras sagradas, no despliegan eufemismos y no se suben a las modas académicas. Comparten una lucidez que tiene el filo de la navaja de Ockam: si han decidido no correr más tras alguna quimera, no se sienten por ello excusados de denunciar el lado oscuro, de identificar las mentiras arropadas de pensamiento correcto, las trampas e imposturas con las que tropiezan todo el tiempo los hijos e hijas de la selección natural. Dicho de una buena vez y con un tipo de recurso que a él le complacía de sobremanera: Rivano es un filósofo de tomo y lomo. Para no ahogarse en hermenéuticas sobre lo que esto pudiese significar, copio del Catalog of Spanish Expression Proverbs: “Expresión popular que se utiliza para describir a una persona que es muy profesional en su trabajo o que es extremadamente bueno en todo lo que hace. También se usa para describir actividades o cosas que tienen una gran importancia”.